Es frecuente escuchar diversos, confusos y distorsionados conceptos. Hay quienes dan disímiles interpretaciones a una filosofía que gradualmente ha evolucionado en el mundo. Al respecto, podemos identificar la Responsabilidad Social Individual (RSI) y la Responsabilidad Social Empresarial (RSE). Cada una tiene sus indudables peculiaridades. Ambas contribuyen a cooperar en la resolución de las necesidades de un determinado contexto social y están enfocadas hacia el interés general.
Empezaremos describiendo la RSI. Está referida al compromiso brindado por una persona mediante tareas, cometidos y decisiones, de variada índole, en favor de su comunidad. Alude al “sentido de pertenencia” y, por lo tanto, a su involucramiento para brindar su intervención en iniciativas encaminadas al “bien común”.
Un cuantioso número de quehaceres cotidianos pueden marcar la diferencia y generar una conducta “socialmente responsable”. Por ejemplo, cumplir con pagar los impuestos, separar los desechos orgánicos e inorgánicos, dar mantenimiento a los vehículos para disminuir la contaminación, aminorar el uso de envases desechables o donar sangre de forma intencional. Tengamos presente: todas nuestras acciones repercuten y generan impactos, de un modo u otro, en nuestra sociedad.
El ejercicio de la RSI está relacionado con la madurez cívica y, especialmente, con los valores ciudadanos y democráticos. Aprender a sentir el entorno como parte integral de nuestras vidas posibilitará desarrollar innumerables actos de ayuda al prójimo a través de organizaciones no gubernamentales y altruistas. Ello implica salir por unos momentos de la “zona de confort” e integrarnos en el espacio en el que interactuamos para dar un aporte que, por más sencillo que sea, engrandece nuestras existencias.
Los programas de voluntariado son una magnífica opción. Consisten en actividades de interés asistenciales, educativas, culturales, deportivas o de conservación ambiental -desarrolladas por hombres y mujeres- ajenas a una dependencia laboral, funcionarial o mercantil en las que participan jóvenes, profesionales y adultos mayores. Estos quehaceres fortalecen la autoestima, incitan las habilidades sociales, facilitan adherirnos con nuestra colectividad, estimulan principios importantes en la conexión humana como la bondad, la tolerancia, la convivencia, entre otros de innegable valía para concebir una población con vínculos de hermandad.
La RSE expresa la visión, misión y valores de la organización; destaca el respeto por los colaboradores y sus familias y la comunidad. Esta perspectiva es independiente de los productos o servicios ofrecidos, del sector al que pertenece, de su tamaño, características o nacionalidad. Es un indicador del espíritu de aportar valor. Ninguna compañía está forzada a convertirse en “socialmente responsable”; sin embargo, es un mandato moral insertarlo en su actuación.
Demanda generar dividendos financieros acompañados de obligaciones legales y éticas como respetar a los moradores y establecer un saludable nexo con sus distintos públicos y en los niveles en los que se articula. Permite compatibilizar su rol con los anhelos de su entorno y es congruente con la productividad, los sistemas de calidad, la transparencia, la reducción de costos, la obtención de beneficios o la afectación al medio ambiente. Descartemos la idea que la RSE exige elevados costos y complejidades.
Toda entidad, sin importar si es pequeña, mediano o grande, puede ser “socialmente responsable” a partir de la decisión de su más alta instancia; es decir, de las convicciones de quienes la conducen. Soslayemos asumirla como faenas efímeras y humanitarias ejecutadas en especificas coyunturas (celebración navideña, desastres naturales o colectas públicas). Debe reflejarse, de forma trasversal, en cada una de sus labores de manera permanente y sostenible, más allá de actividades filantrópicas; las que, por cierto, no constituyen el único modo de plasmar su ejecución. Corresponde mostrar un compromiso continuo con sus variadas audiencias: no siempre es así.
La RSE es un componente de la identidad corporativa que facilitará obtener favorables resultados en dos esferas: interna y externa. En la primera, genera un buen clima laboral, promueve programas de capacitación e incentivos, aviva un proceso de fidelización, alienta la igualdad de oportunidades, instituye sistemas de meritocracia, rechaza la discriminación, impulsa virtuosas prácticas empresariales, cumple con las normas jurídicas laborales, posee códigos o manuales de ética, etc.
En la segunda, concibe una imagen de credibilidad y confianza -además de sus consumidores- hacia la sociedad con la que construye una reciprocidad empática, solidaria y respaldada en una óptima convivencia. Al mismo tiempo de obtener acreditaciones, reconocimientos, atraer a profesionales exitosos, alimentar una vinculación armónica con proveedores, autoridades, gremios, entre otros.
Ser “socialmente responsable” conlleva invariablemente una conducción basada en sólidos principios tan requeridos de fomentar, alentar y restituir en estos lacerantes momentos en los que prevalece -como eco de una “cultura global”- la apatía, la insolidaridad y aislados sentimientos de unión. Todos estamos en condiciones de contraer un rol diligente en nuestro hábitat, inspirados en el propósito de colaborar en asuntos que demandan nuestra entrega, empeño y dedicación.
Es un imperativo que debemos emprender habitantes y corporaciones. En consecuencia, creo pertinente evocar las trascendentes y vigentes palabras del reconocido empresario, escritor e ingeniero norteamericano Jack Welch: “La responsabilidad social empieza en una compañía competitiva y fuerte. Sólo una empresa en buen estado puede mejorar y enriquecer las vidas de las personas y sus comunidades”.
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