La intolerancia entendida como sinónimo de sectarismo, terquedad, obstinación y testarudez, es habitual. Estamos adaptándonos para convivir con esa errada manera de proceder que revela severas carencias emocionales. Sin duda, otra demostración de la indiferencia que tanto nos caracteriza.
Formamos parte de un contexto social con un desenvolvimiento equivocado y un desempeño poco inteligente. Lo que es peor aún, con resignación y enmudecidos, aceptamos la intensa atmósfera de intolerancia que afecta la relación humana. Me preocupa cómo aceleradamente se contagia y propala, en los más variados escenarios, perturbando nuestra calidad de vida. Al parecer, está en nuestro ADN.
Podría hacer un extenso listado de las innumerables situaciones cotidianas indicativas de la creciente intolerancia. Cada vez es más reducida nuestra capacidad para entender y aceptar al semejante. Estamos en un proceso que degrada nuestra supervivencia; no obstante, poco o nada hacemos para revertir este entorno lacerante. De una u otra forma, somos parte de un círculo vicioso que ha dejado de merecer repulsa.
Lo observamos en las acaloradas discusiones de parejas o entre padres e hijos, en donde la prepotencia de la máxima autoridad impone su determinación; en empresas en las que el jefe se considera dueño absoluto de la verdad y no admite discrepancias; en el acontecer político resulta innegable la poca destreza para cohabitar con el adversario; hasta en las colas en los supermercados percibimos reacciones altisonantes. El flamante “estrés”, del que todos decimos ser víctimas, es el subterfugio ideal para justificar la escasez de condescendencia.
Es conveniente analizar el círculo vicioso producido por la intolerancia. Para empezar, está relacionada con la inexistencia de inteligencia emocional, la que facilita comprender los sentimientos de los demás, sobrellevar las presiones y frustraciones laborales, acentuar nuestra capacidad de trabajar en equipo y adoptar una actitud empática. Ésta es la convergencia de las inteligencias interpersonal e intrapersonal y se traduce en la amplitud para reconocer las propias emociones. De esta manera, allana el manejo del estrés y la resolución de problemas.
Asimismo, está vinculada con la ausencia de apertura. El afán por considerarnos “dueño de la verdad”, sin distinción de sexo, edad y estatus, indica el elevado nivel de intolerancia. Influye en este nefasto obrar la falta de una vocación democrática para asumir como válido el pensamiento y la opción del prójimo. Es decir, no está distanciada de la privación de empatía; esta extraordinaria facultad colocarlos en los “zapatos” de nuestro interlocutor con la finalidad de entenderlo a pesar de nuestras diferencias. De este modo, se fomenta el conocimiento y la interiorización de las habilidades sociales y, por lo tanto, es una herramienta importante para combatir la inexistencia de tolerancia.
Existen personas a quienes es inconveniente desarrollar esta facultad por cuanto estarían obligadas a asumir una respuesta comprensiva en situaciones en las que es más fácil responder con agresión, alteración y ofuscamiento. Al mismo tiempo, la conducta enfurecida genera temor y algunos individuos -huérfanos de autocontrol- buscan eso, como un mecanismo defensivo, para evitar someterse al escrutinio censor de su medio. Es frecuente en padres de familia, funcionarios, profesores, etc. Así lo prueba una mirada imparcial del comportamiento humano.
En tal sentido, reitero lo aseverado en mi artículo “La tolerancia en la etiqueta”: “…Aun cuando nos cueste trabajo admitirlo debiéramos reconocer que formamos parte de una comunidad donde la comprensión y benevolencia no están insertadas en nuestra conducta diaria. Lo podemos verificar al acudir a una reunión social y observar el comportamiento de damas y caballeros durante la conversación de asuntos que apasionan o enfrentan como política y deportes, etc. También, lo vemos en los medios de prensa que, supuestamente, poseen lucidez, objetividad y serenidad para encausar la opinión ciudadana”.
La intolerancia hiere nuestra condición de seres racionales, obstaculiza la coexistencia social, agudiza las confrontaciones existentes y destapa nuestra primitiva actuación. Desde mi punto de vista, es como la punta de un “iceberg” que, en este caso, grafica la dimensión de nuestra estrechez interna. Es lamentable confirmar la insolvencia humana para contemplar con consideración al prójimo e incorporar el entendimiento, la anuencia, las buenas formas, la urbanidad, la cortesía y la pluralidad como elementos encaminados a hacer viable y apacible la vida.
Por último, recomiendo con espíritu reflexivo y, especialmente, con la esperanza de comprometernos con los versados vocablos del lúcido pacifista, pensador y líder de la independencia de la India, Mahatma Gandhi: “No me gusta la palabra tolerancia, pero no encuentro otra mejor». El amor empuja a tener, hacia la fe de los demás, el mismo respeto que se tiene por la propia”.
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